Felipe Hernández/Avance
Un metro mide lo que mide, y punto, lo afirmamos sin preguntarnos por qué es así, lo vemos en una cinta métrica, en la escuela, en planos, en anuncios y hasta en la distancia que mantenemos al caminar. Pero detrás de esta medida tan común existen siglos de intentos, errores, discusiones y búsquedas por encontrar algo que fuera igual para todos. Y esa historia, curiosamente, empezó muy lejos de cualquier laboratorio.
Durante miles de años, las personas midieron el mundo con lo único que siempre llevaban consigo, su propio cuerpo. El codo, el pie, la mano o el palmo fueron herramientas básicas para comerciar, construir y orientarse. Prácticas, sí, pero profundamente imprecisas. Lo que para una persona era un palmo, para otra podía ser varios centímetros más. Y lo mismo ocurría con pies, pulgares o manos. En un mundo que empezaba a conectarse, estas diferencias se volvían un problema.
El palmo, por ejemplo, se usaba desde Mesopotamia y Egipto para medir desde tablones hasta granos. En Europa medieval siguió la misma lógica, aunque cada región le daba su propio valor. Algo parecido ocurría con el pie, pieza fundamental de los romanos y también variable según el país. Y la pulgada, tan pequeña como decisiva para construir o fabricar herramientas finas, tampoco tenía una equivalencia universal.
Pero en el siglo XVII surgió una idea revolucionaria, crear un sistema que fuera igual para todos los pueblos, sin importar lugar ni tradiciones. Una medida universal basada en la naturaleza y no en el cuerpo humano. Durante la Revolución Francesa, esta idea tomó aún más forma. En 1791 la Academia de Ciencias de París propuso el metro como una nueva unidad, definida nada menos que como la diezmillonésima parte del cuadrante del meridiano terrestre.
Para obtener ese valor, dos científicos franceses midieron la distancia entre Dunkerque y Barcelona usando triangulaciones. Años después se descubrió que había un error en los cálculos, pues el meridiano real no coincidía exactamente con la medida establecida. En pocas palabras, el metro original no medía un metro.
Con el tiempo, la definición del metro dejó de depender de la Tierra y se volvió cada vez más precisa. En 1960 se vinculó a una longitud de onda del criptón, y en 1983 se estableció su forma actual: el metro es la distancia que recorre la luz en el vacío en 1/299,792,458 de segundo.
Hoy, cada vez que medimos lo hacemos de una forma tan simple, pero que guarda, en su longitud exacta, siglos de búsqueda por comprender y medir con claridad lo que nos rodea.