Felipe Hernández/Avance

Las posadas, fiestas que todo mexicano espera con ansias, y aunque hoy se viven entre luces, cantos, piñatas y aromas hogareños, su origen es mucho más profundo y ofrece un vistazo fascinante a la historia y la mezcla cultural del país.

A simple vista, pareciera que estas fiestas son únicamente reuniones para convivir, pero detrás de ellas existe un relato que se remonta a varios siglos atrás. De acuerdo con la tradición católica, las posadas recuerdan los nueve días que María y José pasaron viajando hacia Belén en busca de alojamiento antes del nacimiento de Jesús. Es precisamente de esa búsqueda que nace el término “posada”, pues simboliza la petición de refugio que, según la narrativa religiosa, los peregrinos realizaron durante su trayecto. Por eso, cada 16 de diciembre inicia este ciclo de nueve celebraciones que culmina el día 24, fecha en la que se conmemora el nacimiento de Jesús.

Sin embargo, la historia no termina ahí. Existe una explicación menos conocida que amplía el panorama y muestra cómo las posadas también están ligadas a la raíz indígena del país. Antes de la llegada de los españoles, los mexicas celebraban el solsticio de invierno entre el 20 y el 23 de diciembre, fechas en las que honraban a Huitzilopochtli, su dios del sol y de la guerra. Para ellos, este periodo marcaba el renacimiento del astro y era motivo de ceremonias que incluían cantos, ofrendas y momentos de profunda espiritualidad.

Cuando los colonizadores españoles llegaron a estas tierras, notaron la coincidencia entre las fechas de esta celebración mexica y las festividades cristianas de Navidad. Aprovechando ese cruce de calendarios, decidieron adaptar las prácticas indígenas para facilitar la evangelización. De esta manera, la figura de Huitzilopochtli fue reemplazada simbólicamente por la de la Sagrada Familia, y los festejos dejaron de durar tres días para extenderse a nueve, en referencia al embarazo de María.

La primera posada que se conoce en territorio mexicano fue organizada por los agustinos en el convento de Acolman, cerca de Teotihuacán. Con el paso del tiempo, aquellas ceremonias religiosas salieron de los centros eclesiásticos y se mezclaron con la vida cotidiana de pueblos y ciudades. Surgieron entonces elementos que hoy resultan indispensables: las piñatas de colores vibrantes, los peregrinos que recorren las calles, las velitas que iluminan el camino y los sabores tradicionales como el ponche, los tamales, el pan dulce y las frutas de temporada.

Hoy, las posadas siguen siendo un puente entre la memoria y el presente. Su origen, cargado de historia y simbolismos, se revive cada año en cada canto y en cada reunión, recordándonos que las tradiciones también son una forma de viajar en el tiempo.